LOS REFUGIADOS
Están
ahí, andando por entre la bruma, cruzando los campos helados
anónimos, inmunes a la desolación y al olvido, presentes en la
conciencia de todos, incluso en la de aquellos que los ignoran.
Refugiados
somos todos, unos de una cosa, otros de otra, refugiados que huimos
hacia algún sitio o hacia ninguno, que arrastramos nuestro ser por
las calles de la ciudad o por los infinitos senderos de rumbos
inciertos.
Pero
es falso el concepto, una vez más el marketing juega una mala pasada
a la realidad. No son refugiados quienes buscan refugio sino quienes
llegaron a él, quienes fueron acogidos, quienes fueron redimidos de
unas penas cuya culpa no les corresponde, quienes sintieron por fin
el abrazo y el calor anhelado.
No
son refugiados quienes vagan de un sitio a otro por tierras de nadie,
por montes helados dejando su carne entre alambradas de espinos,
haciendo más espesos los fondos del mar. No son refugiados los niños
que sacan olas a la playa, dejando en la arena el recuerdo de
vergüenza que ha de llenar nuestros corazones para siempre.
Solo un Trump, una Le Pin y otros crueles bufones repartidos por el mundo, con la mano en alto y sedientos de sangre, gritan el nombre de los refugiados como estigma de rechazo, como bandera para urdir su desaparición. Se les ha olvidado crear campos de incineración intermedios que hagan más fácil y aséptico su plan. Pero son, al menos, decentes. Lo expresan y lo dicen y lo gritan, ebrios de locura, ejemplo de iniquidad.
Indecentes
somos el resto, los que con la tripa llena y entre sábanas calientes
miramos para otro lado. Indecentes somos quienes con una excusa u
otra nos llenamos la boca de discursos huecos en los que la palabra
solidaridad es continuamente profanada. Indecentes
somos quienes, cristianos o no, solo nos movemos a golpe de grandes
mortandades, de noticias tales que aparezcan en los medios y hagan
irremediable el no pensar o el no sentir.
Un
número infinito de hombres, ancianos, mujeres y niños irán
caminando sin pausa, agotados y ya sordos al dolor, casi como sombras
eternas, por entre los caminos de nuestras gastadas conciencias. Y
siempre, siempre, permanecerán en ellas.
Así
sea.
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